Latif era el pordiosero más pobre de la aldea. Cada noche dormía en
el zaguán de una casa diferente, frente a la plaza central del pueblo.
Cada día se recostaba debajo de un árbol distinto, con la mano
extendida y la mirada perdida en sus pensamientos. Cada tarde comía de
la limosna o de los mendrugos que alguna persona caritativa le acercaba.
Sin embargo, a pesar de su aspecto y de la forma de pasar sus dias,
Latif era considerado por todos, el hombre más sabio del pueblo, quizás
no tanto por su inteligencia, sino por todo aquello que había vivido.
Una mañana soleada el rey en persona apareció en la plaza. Rodeado de
guardias caminaba entre los puestos de frutas y baratijas buscando
nada.
Riéndose de los mercaderes y de los compradores, casi tropezó con
Latif, que dormitaba a la sombra de una encina. Alguien le contó que
estaba frente al más pobre de sus súbditos, pero también frente a uno de
los hombres más respetados por su sabiduría.
El rey, divertido, se acercó al mendigo y le dijo:
– “Si me contestas una pregunta te doy esta moneda de oro.”
Latif lo miró, casi despectivamente, y le dijo:
– “Puedes quedarte con tu moneda, para qué la querría yo? ¿Cuál es tu pregunta?
Y el rey se sintió desafiado por la respuesta y en lugar de una
pregunta banal, se despachó con una cuestión que hacía días lo
angustiaba y que no podía resolver. Un problema de bienes y recursos que
sus analistas no habían podido solucionar.
La repuesta de Latif fue justa y creativa.
El rey se sorprendió; dejó su moneda a los pies del mendigo y siguió su camino por el mercado, meditando sobre lo sucedido.
Al día siguiente el rey volvió a aparecer en el mercado. Ya no
paseaba entre los mercaderes, fue directo a donde Lafit descansaba, esta
vez bajo un olivar. Otra vez el rey hizo una pregunta y otra vez Latif
la respondió rápida y sabiamente. El soberano volvió a sorprenderse de
tanta lucidez. Con humildad se quitó las sandalias y se sentó en el
suelo frente a Latif.
- “Latif te necesito,” le dijo. “Estoy agobiado por las decisiones
que como rey debo tomar. No quiero perjudicar a mi pueblo y tampoco ser
un mal soberano. Te pido que vengas al palacio y seas mi asesor. Te
prometo que no te faltara nada, que serás respetado y que podrás partir
cuando quieras… por favor.”
Por compasión, por servicio o por sorpresa, el caso es que Latif, después de pensar unos minutos, aceptó la propuesta del rey.
Esa misma tarde llegó Latif al palacio, en donde inmediatamente le
fue asignado un lujoso cuarto a escasos doscientos metros de la alcoba
real.
En la habitación, una tina de esencias y con agua tibia lo esperaba.
Durante las siguientes semanas las consultas del rey se hicieron habituales.
Todos los días, a la mañana y a la tarde, el monarca mandaba llamar a su
nuevo asesor para consultarle sobre los problemas del reino, sobre su
propia vida o sobre sus dudas espirituales.
Latif siempre contestaba con claridad y precisión.
El recién llegado se transformó en el interlocutor favorito del rey. A
los tres meses de su estancia ya no había medida, decisión o fallo que
el monarca no consultara con su preciado asesor.
Obviamente esto desencadenó los celos de todos los cortesanos que
veían en el mendigo-consultor una amenaza para su propia influencia y un
perjuicio para sus intereses materiales.
Un día todos los demás asesores pidieron audiencia con el rey. Muy circunspectos y con gravedad le dijeron.
- “Tu amigo Latif, como tú llamas, está conspirando para derrocarte.”
- “No puede ser” dijo el rey. “No lo creo.”
- “Puedes confirmarlo con tus propios ojos,” dijeron todos. “Cada
tarde a eso de las cinco, Latif se escabulle del palacio hasta el ala
Sur y en un cuarto oculto se reúne a escondidas, no sabemos con quién.
Le hemos preguntado a dónde iba alguna de esas tardes y ha contestado
con evasivas. Esa actitud terminó de alertarnos sobre su conspiración.”
El rey se sintió defraudado y dolido. Debía confirmar esas versiones.
Esa tarde a las cinco, aguardaba oculto en el recodo de una escalera.
Desde allí vio cómo, en efecto, Latif llegaba a la puerta, miraba hacia
los lados y con la llave que colgaba de su cuello abría la puerta de
madera y se escabullía sigilosamente dentro del cuarto.
- “Lo visteis” gritaron los cortesanos, “lo visteis?”
Seguido de su guardia personal el monarca golpeó la puerta.
- “¿Quién es?” dijo Latif desde adentro.
- “Soy yo, el rey,” dijo el soberano. “Ábreme la puerta.”
Latif abrió la puerta.
No había nadie allí, salvo Latif.
Ninguna puerta, o ventana, ninguna puerta secreta, ningún mueble que permitiera ocultar a alguien.
Sólo había en el piso un plato de madera desgastado, en un rincón una
vara de caminante y en el centro de la pieza una túnica raída colgando
de un gancho en el techo.
- “¿Estás conspirando contra mi Latif?” pregunto el rey.
- “¿Cómo se te ocurre, majestad?” contesto Latif. “De ninguna forma, ¿por qué lo haría?”
- “Pero vienes aquí cada tarde en secreto. ¿Qué es lo que buscas si
no te ves con nadie? ¿Para qué vienes a este cuchitril a escondidas?”
Latif sonrió y se acercó a la túnica rotosa que pendía del techo. La acarició y le dijo al rey:
- “Hace sólo seis meses cuando llegué, lo único que tenía eran esta
túnica, este plato y esta vara de madera” dijo Latif. “Ahora me siento
tan cómodo en la ropa que visto, es tan confortable la cama en la que
duermo, es tan halagador el respeto que me das y tan fascinante el poder
que regala mi lugar a tu lado… que vengo cada día para estar seguro de
no olvidarme de
QUIÉN SOY Y DE DÓNDE VINE”.
ASÍ ES:
NUNCA DEBEMOS OLVIDAR QUIENES SOMOS Y DE DONDE VENIMOS, LA VIDA DA MUCHAS VUELTAS Y PODEMOS REGRESAR SIEMPRE AL MISMO LUGAR!!
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