- He observado que en la iglesia todos los monjes se sientan a la derecha, detrás de unas gruesas rejas metálicas.
- Así es – contestó el abad
- Eso me parece inútil y hasta falso
- ¿Por qué, señor?
- ¿Acaso ustedes no hacen votos de castidad?
- Por supuesto que sí.
- Pues si hacen este voto, ¿de qué sirven las rejas? y si ponen las rejas, ¿de qué sirve el voto?
Con calma y serenidad el abad contestó:
- Mi estimado señor, estas rejas no son para prohibir salir a los monjes del lugar, son para que el público no entre a profanar el silencio de este recinto con su curiosidad morbosa.
Luego tomó el cordón que colgaba de su cintura y le dijo:
- Mire, cada uno de nosotros tiene al final de su cordón una llave que abre una pequeña puerta que está al final del jardín. Ella conduce al mundo exterior. Nadie nos obligó a entrar al claustro, nadie nos obliga a permanecer en él y si queremos salir podemos hacerlo cuando nos plazca. En eso consiste la verdadera libertad, en tener la posibilidad de elegir.
El silencio fue elocuente, entonces el abad agregó:
- Muchos de los que están afuera solo ven nuestras rejas y creen que nosotros somos los prisioneros mientras ellos gozan de libertad. Sin embargo no se dan cuenta que ellos son los prisioneros de sus prejuicios, de sus rutinas, del trabajo que no les gusta, de las limitaciones que ellos mismos se han impuesto, del ¿qué dirán?, y de tantas otras cosas.
Ellos están tan preocupados por ver las rejas de los demás que han olvidado que ellos también tienen una llave que abre a placer el camino de salida, el camino del cambio. Esta llave abre las puertas de la reflexión, de la autosuperación, de la motivación, del optimismo, de la perseverancia, del valor, del ánimo, del amor y de tantos otros valores que están dormidos dentro de nosotros mismos a la espera de ser llamados.